• Al paso de los días, dentro de todos los detalles que pudiese reencontrar, he recordado lo pequeñas que eran las batas del hospital, sus pliegues buscan adaptarse a toda clase de cuerpos, heridas, comúnmente vienen con mangas cortas y una abertura atrás para acomodar los brazos, empujándolos hacia al frente. Al colocármela pensaba en el sinnúmero de historias que podrían contar, de vida, de muerte, aspectos que van marcando las comisuras otorgándoles carácter y personalidad.

    Desde el primer día constaté que su tamaño podría ayudar a alimentar mi falta de pudor dentro de esa prisión pasajera, médica, necesaria. El exhibicionismo pasajero me parecía un estado lúdico para saborear lo que me quedaba de libre albedrío ante el dolor y la escasez de concesiones. El que no me importara si se veían o no mis partes “nobles” era una pequeña victoria.

    Mis batas al vuelo resultaban ser un placebo diferente: un uniforme azul cielo, sin amarres, cubriendo lo necesario de la ingle, algo incómodo para los demás, algo que ya he pasado en ocasiones anteriores, por lo cual no me molestó en mi consciencia culposa, pudiera ser que hasta a veces lo disfrutaba. Esto marcaba un tipo de narrativa personal para darme a conocer sin palabras, sin juicios, sin dictámenes. Aunado, me coloqué como el único tipo con cabello largo en la zona, un error en la Matrix que deambulaba sin recato de ser permanente en la escena, un personaje secundario que acrecentaba el drama y lo acentuaba.          

    Debo insistir en este relato en que lo primero que pude constatar en mi estadía en Urgencias era saberme sin privilegios. Los pocos que he construido en esta etapa de mi vida a partir de una carencia cómoda, donde el no tener responsabilidades de sistema o exitosas me da la oportunidad de disfrutar lo que se me presente, sea una caminata, una rodada en bicicleta, un café, una plática, siempre he de priorizar mi libertad por ínfima que sea. En mi sorpresiva internación en el hospital perdí esos pequeños privilegios, me quedé con una pequeña bata, tres comidas al día, gratuidad en medicinas e internación y la posibilidad de ir al baño. Todo esto instalado en mi silla metálica con el papel de baño, sin olvidar que no estaba permitido el uso del celular; entonces, como verán, todo era un abuso pernicioso del destino.

    El paso del tiempo inclemente lo podía escalonar con los diferentes chequeos médicos. A las 6 a. m. primero la presión, después la temperatura; en medio, las medicinas eran meticulosamente entregadas pieza por pieza, para terminar con la comida. En la mañana, antes del mediodía, teníamos la posibilidad de acicalarnos, y ahí se daba el intercambio de las batas limpias. Nos vestíamos detrás de una cortina o columna. Mi cabestrillo siempre fue un factor diferencial para tales menesteres, lo veía como una armadura que dictaminaba y cuidaba de mi estado de ánimo, un elemento necesario, ¿vital?

    Justo en ese momento tenía la oportunidad de esconder algunas toallas húmedas que después utilizaba en cada subida de calor. Ante la decena de convalecencias en la sala era fácil acalorase rápidamente. Además, por la medicina, en momentos mi cuerpo sufría grandes oleadas de calor que yo visualizaba como ríos de lava, hecatombes. Así que con las toallas húmedas lograba aminorar la dimensión perpetua de mi pequeño infierno personal.

    Comida a la 1 p. m., pero un poco antes la inspección de los médicos de guardia y residentes, yendo con cada paciente e ir tomando decisiones dado el caso, como dar de alta y reprogramar operaciones para otra semana, o dictaminar cirugías para ese día, los pocos eran para subir a piso. Debido a la gestión de las camas, era complicado ir organizándolo del día a día. En ocasiones, sentía que pudieran calificarnos, dividirnos en carpetas, archivos.    

    Los pequeños espacios entre las actividades se iban entre pláticas con los demás accidentados, las risas y las desgracias pasaban como fotografías que se imprimían poco a poco. Los nuevos ingresos nos procuraban novedad y, claro, cada caso tenía sus particularidades . Entre la normalidad y la sorpresa podíamos ir de historia en historia, formando catálogos diarios de relevancias y ostracismos. Todo esto se podría romper con mi bata, sí, un elemento poco diplomático que procura las diferencias, las divisiones dentro de un marco donde todos parecíamos estar en igualdad de condiciones, pero con mi bata lasciva les hacía ver que no era así. Colocarse en las conversaciones siempre venía en el ensamble de voces, de puntos en común, pero mi bata siempre marcaba un límite pertinente. Respiraba.

    A las 6 p. m. llegaba la cena. En medio de las luces blancas, brillantes, me hartaba. La bata ya me pesaba, por lo que antes procuraba salir a dar una vuelta a los pasillos y ver algo de lo que sobraba de la tarde, un rayo del sol para aminorar la impaciencia, tenue, íntimo, a veces melancólico, en despedida. Entonces venía el chequeo médico general, y mi bata se reacomodaba entre sudores, espabilando la pesadez espiritual que se delimitaba con la mancha de comida a la altura del pecho, y así lograba quitarme la rebaba del día, recordando mi imprudencia, mi falta de pudor y sonreía acariciando mi vestimenta rugosa, sin almidón, libertina.


    A la espera con bata. Hospital Regional No. 2 / Foto: Andrés Villela

  • Una vez en el área de recepción me dieron a firmar unos papeles para mi ingreso a la zona de urgencias y después subir a piso. Esto último significa en preparación preoperatoria y con cama asignada. Debí quitarme toda la ropa y colocarme una bata, me di cuenta de que al hacerlo solo con la mano derecha estaba más limitado para realizar pequeñas acciones. Mi brazo izquierdo estaba inhabilitado por el dolor y por la falta de movilidad, entonces hacía consciente mi grado de discapacidad. Observé que a partir de ese día necesitaría ayuda para múltiples pequeñas acciones que realizamos a diario. Adaptación y trabajo de ego en todo momento, tuve que suspirar.

    Todo iba demasiado rápido, así lo querían los doctores, el hospital; y yo, en medio del vórtice, me sumergía en un aprendizaje en carne viva. Todo era una novedad fuerte, estimulante y muy real, fuera de toda burbuja del privilegio.

    Isaura me acompañó en todo momento, realizó todos los trámites en la jefatura, habló del pase de acceso, las reglas, los horarios, etcétera. Y después, junto con un camillero asignado, me encaminé en una silla de ruedas, primero al sitio en el que colocan los yesos, donde al observar mis rayos X en la “nube” me colocaron unas vendas, tipo cabestrillo, en el brazo para sujetar el hombro. El lugar me pareció una carpintería dada la cantidad de moldes y yesos retirados que estaban colocados en anaqueles y que dejaban en el piso grandes cantidades de polvo blanco. El doctor que atendía era un joven con tipo de titiritero de los huesos rotos, lentes de pasta dura, y usaba una bata particular en la que se alcanzaba a ver un parche de los Simpson’s a la altura del brazo.  

    Llegué al área de urgencias. Al entrar, logré percibir que había decenas de personas, todas en tensión, algunas con rostros desencajados, otras en extremo calamitoso apoyadas con suero y, en medio, miradas al piso que buscaban respuestas. Me asignaron una silla en la esquina de atrás, del lado derecho de la sala, ahí me acomodé con ayuda de Isa, quien se despidió llevándose mi ropa, mi celular y todos los papeles. Conmigo solo podía tener una botella de agua, un rollo de papel de baño y unas sábanas del hospital para la silla y sopesar el frío.

    La silla era metálica, tipo aluminio, sin uniones, redonda a la espalda baja, con brazos cortos, la cual formaba parte de una línea de cuatro sillas unidas. Coloqué mis cosas en el espacio contiguo, y un papel atrás de mí, sobre la pared, daba cuenta de mi número asignado, nombre y caso.

    Al sentarme y ver alrededor, supe que estaba instalándome, coherente, con mis ideas a favor de la salud pública y los programas sociales. Nunca pensé en pagar un seguro de gastos médicos mayores, es más, antes del accidente me costaba pagar el seguro social. En ese momento, me supe con ese beneficio público y agradecí a todos los que me insistieron en pagarlo mes a mes. Todo el proceso en su costo real podría haber sido impagable en cualquier circunstancia.     

    Ante la situación empecé con un severo análisis, hábito que logra sacarme del ahogo de los pensamientos intrusivos. Ubiqué que el espacio donde me encontraba estaba dividido en dos, mujeres por un lado y hombres por otro. Dependiendo del paciente y su fractura, éramos asignados a camilla o silla. Los primeros eran prioridad para operación y piso, los segundos dependíamos de múltiples factores, por lo cual podíamos pasar días sin movimiento, sin decisiones, en espera del azar o a que el enfermero y el doctor pudieran tener consideraciones en la gestión de quirófanos y camas en piso. Cada sonido de ambulancia o un pitido de alarma en el interior del área eran la pauta para saber que se alargaba el aplazamiento de oportunidades para los que estábamos a la expectativa.

    La estrechez del ánimo y la incomodidad entre las lesiones de todo tipo determinaban el espacio. Las luces compactaban el tiempo e iluminaban al centro, donde estaba la mesa de los enfermeros, algunas pláticas entre convalecientes para saber el cómo, el cuándo y el dónde del percance. A la par, a todos los ingresados los enfermeros nos preguntaban: ¿hipertensión, diabetes?  Elementos que determinan la dieta, las medicinas y mediciones de signos vitales para los pacientes. Cuando me preguntaron, dije: ansiedad. Insistieron si es que tenía algún diagnóstico clínico para este trastorno, y dije que no, que hacía caminata, bicicleta, pero que no tomaba medicina al respecto y ningún especialista me había dado un diagnóstico oficial.         

    Contrariados, seguían con el cuestionario: ¿ninguna medicina del día a día? Pues no, meditar tampoco es que les dé certeza. Me sentí en privilegio y algo culpable con el adjetivo que quieran instalar al leer este párrafo: hippie, hípster, ciclista. Aunque debo reconocer que el accidente en bicicleta me colocó en ese lugar, en ese momento, para cotejar mi vida privilegiada con decenas de situaciones crudas, adversas y con mucho dolor de por medio.

    Me dieron medicinas para el daño en el brazo y las molestias, otras también para tranquilizarme, y fue que vi que éramos los pocos con situaciones de brazo y hombros. Muchos motociclistas, accidentes de automóviles, de casa, tenían fracturas de piernas, rodillas, por lo que, a diferencia de ellos, podía caminar sin apoyo para ir al baño. Mi cabello largo, la pequeña bata y mi andar en medio de las camillas y sillas, me daba cierta presencia, algo de libertad y miradas entre lamentos, entre los soldados caídos. No sabían que mi pesar aparte del golpe tenía que ver con el manejo de mis procesos mentales: ¿cómo lidiar con la ansiedad sin las acciones que me determinan? Aparte, mis colaboraciones y proyectos se tendrían que detener por algún tiempo ¿Cuánto? En ese momento estaba preso con mis pensamientos, con los fantasmas que he venido trabajando desde hace años. Un purgatorio mental en tiempo real, sin pretextos, sin placebos.


    Urgencias en el Hospital Regional No. 2 / Foto: Andrés Villela
  • Al seguir por Tlalpan para llegar a Las Bombas, fuimos camuflajeados por autos en infinito y ríos interminables de luces rojas, blancas, cruzándose intermitentes, iluminando una noche extraña que estaba por comenzar. Las mareas de automotores iban muy pausadas, mi dolor permeaba en la cabina y el camino se iba de platicar de accidentes compartidos con el conductor del taxi.

    A las 8 p. m. estábamos por arribar al hospital por la avenida Miramontes, al dar la vuelta a la izquierda por Las Bombas, sentí algo de alivio por haber llegado, pero el taxista se había emocionado, pues el camino se estaba despejando, por lo que no alcanzó a ver un tope, entonces, como pudo, se detuvo intempestivamente. Mi pie izquierdo sobre el piso apenas contuvo el golpe, seguíamos con las burlas del desatino. Apenas suspiré y le comenté de cuidar su desborde emocional, ya que sin pensarlo me hubiera procurado más daño, se disculpó y nos dejó, apenado, en la puerta de Urgencias.   

    Entramos por la puerta 3, yo seguía “entusiasmado” por mi yeso o por un reacomodo del brazo; sea lo que fuese, pensaba en llegar a casa a más tardar en la madrugada. En la puerta el policía nos decía que, la última puerta, al fondo, era para recibirnos con el pase. Ahí me preguntaron por el accidente, vieron que llegaba asignado por la U. M. F. 10. Me tomaron los signos vitales y me pidieron sacar otra placa de rayos x en ese momento. La gente en la sala de espera estaba a la expectativa de su caso, aunque el espacio es grande, había algunos lugares vacíos, eran los pocos. Esperaban en algún momento que alguien gritara su nombre, para determinarse más allá del azar, del infortunio.

    Me tomaron las placas y nos pidieron que esperáramos a que me nombraran. Salimos al patio para comprar algo de comer. Después, encontramos unos lugares, nos sentamos e Isaura empezó a platicar con los vecinos, yo no tengo esa habilidad, soy serio ante el infortunio. Mi celular estaba con poca batería, había sobrevivido al impacto, pero estaba parco, sin noticias, mientras que mi reloj ya había sido sacrificado, se lo había dado a Juan el portero del edificio para que lo tirase a la basura, la pantalla había estallado con todo y mis pasos diarios. Comenzaba a extrañarlo, sí, habíamos hecho un buen equipo.

    A los pocos minutos escuché mi nombre, grité impaciente: ¡Acá! Nos acercamos y el doctor me pidió que me sentará en una de las camillas que tienen en fila para los diferentes casos. Me explicó lo que me iba hacer: “te vas a acostar y yo voy a mover tu brazo de tal manera que te va a doler fuerte, la idea es que con los movimientos podamos acomodártelo. Suéltate”. Medito, hago respiraciones, camino, ando bici y es tiempo que no he podido soltarme.

    Sabía que no iba a ir bien, se acercó otro doctor y entre los dos hicieron palanca.

    Silencio. El quiebre.

    El dolor fue atroz, algo que nunca imaginé, mis huesos no habían sentido tal daño en todo su peregrinar. Con la sacudida sentí un golpe incisivo, sin límites, con hondura, muy profundo. Fue que supe que adentro del hueso existe un eco que se vacía al infinito procurando gritos únicos e irrepetibles. Un castigo fugaz, pero contundente, dimensional, calibrando todo ese instante en un grito sin sentido.

    El doctor sabía que algo no estaba bien, aunque ya podía mover el codo y la mano, me pidió que hicieran otros rayos x.

    El diagnóstico había cambiado: fractura del húmero y dislocación del brazo izquierdo. Me tenían que ingresar en ese momento para operar.

    Solicitaron más rayos X, ahora para la mano y todo el brazo, el tipo de las radiografías, al ver mi caso, al final de las tomas, me pidió que me acercará, mi placa estaba en el monitor, algo sarcástico, burlón, aligerando el trance, me dijo: así está el brazo ahora, acá está el golpe y tu brazo está completamente caído. De menos son tres meses de recuperación.   

    Al ver la imagen no podía dejar de sorprenderme, estaba ante mi brazo desprendido del hombro, separado, era ver mi hueso al vacío y en medio de la ingesta de saliva, empecé a tener imágenes de poesía en mi cabeza. Con un astronauta, el espacio, radares, un hueso en medio del espacio, Kubrick. Ideas y palabras colmaron mi cabeza. Fue impresionante ese cuadro y, sin pensarlo, logré inspirarme de alguna manera ¿Locura para sobrevivir? ¿Espasmo creativo?

    Me quité toda la ropa y pude colocarme una bata, firmé los papeles del ingreso, y, en medio, en mi celular aparecía en mi reproductor la portada de la canción “Magia” de Gustavo Cerati. No es propiamente mi favorita o alguna que reproduzco en mi cotidiano, me extrañé un poco ante la casualidad, pero…

    Tal vez parece que me pierdo en el camino
    Pero me guía la intuición
    Nada me importa más que hacer el recorrido
    Más que saber a dónde voy.