• La adrenalina empezó a acompañarme para tomar decisiones, con mi brazo derecho levanté mi mochila con la cabina itinerante. En la calle había personal de instalaciones para servicios de internet, quienes me ayudaron a sacar el candado en U de acero de la escuadra, las lámparas led, una red para poder ajustar y el casco, para después acomodarlo todo arriba de un arbusto. A la bici la coloqué en la esquina para que no estorbara y ahí la dejé, lacerada, en desgracia. Pensé con aflicción que seguramente podrán venderla en pedacería y así su espíritu se colmará, se expandirá y seguirá.

    Decidí tomar un taxi, pero mi aplicación de InDrive no estaba funcionando en ese momento, y dado mi estado, sopesé que sería complicado que un taxi de calle me hiciera la parada. El dolor era intenso y me encaminé al Palacio de Hierro en la calle de Durango.

    El taxi de sitio es mi pastor, nada me faltará.

    Con mi brazo derecho cargaba toda la armadura y trataba de balancear mi cuerpo para no realizar ningún esfuerzo con la parte izquierda, pues al hacerlo sentía un dolor tan intenso que pensé que podría colapsar con una crisis de ansiedad. Avancé sobre Salamanca, crucé las calles de Sinaloa y Durango, para esperar a atravesar hacia la tienda departamental. Ahí pregunté en el Valet Parking para conseguir un taxi, me hicieron ver que había un sitio en la esquina de Colima. Llegué y había uno esperando, en un principio no me hizo caso, pero el tipo de la caseta le gritó para que me diera servicio. Cretino. Subí y decidí ir a casa para imprimir la cartilla del Seguro Social, nunca lo había utilizado y como me había inscrito vía email, tenía la cartilla en mi buzón.

    En el camino sabía que mi pesar podría concluir en yeso, miraba con molestia las calles que suelo recorrer, ya no había disfrute, es un tipo de persecución del tiempo, en donde la velocidad varía del estado de ánimo, del hastío. No había detalles que percibir, solo queda reconocer el daño en el cuerpo y todo lo demás era un marco decorativo en medio del tráfico de la CDMX.   

    Llegué al departamento a las dos de la tarde, mis padres ya estaban esperando, dejé todos mis artefactos polvosos sobre la mesa. Ellos miraban desde el asombro, sabían que no era un asunto de vida y muerte, además, yo seguía funcional cognitivamente, pero tenía sendas raspadas en rostro, brazo derecho y manos. Saqué la INE de entre todos mis utensilios, sabía que junto con la cartilla a partir de ese momento serían inseparables.

    Salimos para la Unidad Medica No. 10 que está a la altura del metro Villa de Cortés, sobre Tlalpan. Papeles en mano y con un dolor constante que se burlaba, pertinaz, de mi estado de ánimo. Al llegar, los automóviles detrás del taxi nos empezaron a gritar, acompañando los vítores con un claxon. Les grité que íbamos a urgencias y ellos, muy amables, respondieron: ¡Chinga a tu madre, la entrada es a la vuelta!

    Mi CDMX siempre es un calidoscopio fúrico de emociones encontradas.

    Llegamos a Urgencias a las 3:30 p. m., no había más que una persona formada, nos pidieron los papeles, vieron mi cartilla impresa en casa, rostros institucionales de desaprobación, y me preguntaron por la otra, con el sello y el logo federal. Después de la plática explicando mi circunstancia, accedieron a recibirme porque sí estaba dado de alta en la nube. Entonces me tomaron los signos vitales.

    Me hicieron una radiografía a las 4:30, y de ahí, Tique, la diosa del azar se empezó a mofar de mis lamentos, de un momento a otro el recibidor de la sala de Urgencias había desaparecido, así como cada una de sus funciones. Los contratistas habían quitado todos los cristales, escritorios y obvio, las computadoras dejaron de funcionar. Martillos, taladros como sonidos de una broma del mal gusto, la caída de las maderas roídas, polvo, astillas, estábamos en medio de un área maltrecha. La reconstrucción de Urgencias y de un servidor empezaba en tiempo real.

    En medio de las reparaciones del área y el ir y venir de enfermeres, doctores, logré explicar —pasadas dos horas— que estaba inscrito bajo el régimen número 10, de aportación independiente y que no necesitaba de incapacidad. A partir de ese momento me atendió la doctora para canalizar mi caso, quien me regaño por no haber tenido a la mano mi cartilla “oficial”, que era indispensable tramitarla y que, si podía hacerlo desde ese momento, mejor. Vio la radiografía y me pidió que moviera el brazo hacia arriba, no pude, el dolor era muy fuerte, que, si podía mover mis dedos, lo hice.

    “Tienes una luxación de la clavícula, se te movió el brazo, no está en su lugar. No te podemos atender aquí, tienes que irte al Hospital Regional No. 2. Te doy este pase, tramita tu cartilla y ve para allá”.     

    Durante ese lapso fue que llegó Isaura para apoyarnos, tramité mi cartilla y me pidieron una fotografía infantil a las 7 p. m. ¿cómo, será posible? En el siguiente paso a desnivel sobre Tlalpan una señora se dedica a sacar fotografías para estos casos urgentes. Recé porque estuviera abierto. Así fue.

    Al darme la cartilla salimos a Las Bombas, a partir de ese momento, Isaura fue quien me acompañó, subimos a otro taxi.

    No tenía idea de que estaba por ingresar a una paradoja increíble de espacio-tiempo, llena de humor negro e imágenes para no olvidar.   


  • Aquí va un primer texto después de un accidente, y en plena resignación al cautiverio. Es una luz de bengala, sí, apenas una señal, que apenas sucede, un exabrupto que me confiere, eso sí, una oportunidad para ir contando algunos de los instantes que me fueron conformando imágenes sin filtros durante estas últimas semanas, donde alcancé a ver los detalles que acentúan la idea de la humanidad, la transgresión silenciosa, la violencia al paso y el tiempo en su dilatación.  

    Caída

    Tengo un podcast llamado Itinerante en el que voy de visita a lugares y hago entrevistas con una “cabina móvil”, conformada de dos micrófonos y una grabadora tascam. Como medio de transporte para llegar a mis entrevistas o hacer reportajes, en algunas de las ocasiones utilizo la bicicleta. En la más reciente entrevista opté por utilizarla [he de establecer que comúnmente la llevó a revisar cada mes para que todo esté en regla].

    Desde que salí de mi edificio, tenía ciertas sensaciones de que iba a ser un día diferente: estaba algo cansado, no había dormido bien, pero ya era un compromiso y no podía faltar.

    Llevaba algunas semanas pensando en la posibilidad de dejar de hacer este proyecto ya que todavía no había logrado que fuera sustentable. A la par, me cuestionaba otros proyectos similares. Estaba en medio de signos de interrogación en mis cotidianos.

    Entrevisté a Jesús López, fotógrafo que ha trabajado para proyectos como el National Geographic durante muchos años, uno de los principales referentes de esta revista en nuestro país. El motivo de la conversación fue la presentación de una exposición en las rejas de Chapultepec con el tema del Día de Muertos, a partir de un libro el 02.11. Día de Muertos de Trilce Editores. López colabora tanto en el libro como de la exposición.  

    La entrevista resultó bastante interesante. Hablamos de su trabajo como fotógrafo para adentrarse en las comunidades y barrios, para poder hacer su trabajo de la mano de la gente y de su experiencia para realizar fotografías de las zonas arqueológicas de nuestro país.

    Terminamos la entrevista, nos despedimos, caminé de regreso sobre Reforma, donde había mucha gente a la expectativa de las festividades del Día de Muertos en la avenida, turismo de ida y de regreso. Entonces tomé mi bicicleta del Centro de Cultura Digital, donde la había dejado estacionada. Al subir, el volante venía “raro”, pero podía conducir. Bajé hasta Sevilla y el manubrio seguía mal, podría maniobrar, era la primera vez que me pasaba algo así, y pensé en ir despacio para llegar al taller a donde por lo general la llevo a arreglar, ubicado en la Narvarte, bajarme y caminar desde Sevilla y Av. Chapultepec me resultaba complicado. Pude haber buscado en Maps un taller más cerca, pero también ya quería llegar por mis rumbos, es esa sensación de sentirte en casa que te rodea en diez bloques a la redonda.

    En ese semáforo, un tipo que venía detrás que también usaba una bicicleta, cara aguileña, cabello crespo, delgado, me hizo el comentario, un poco burlón: “Oye, tu bici va rara” y, sí, le comenté de mi plan. “Con cuidado”, me dijo al despedirse, pasamos la avenida y llegando a la calle de Puebla los segundos se volvieron eternos, lentos, pesados, en décadas de andar en bicicleta no había tenido accidentes. Fue que vi cómo se zafó el volante, como si lo hubieran aflojado, aunque el tubo se veía trozado con un golpe limpio; son detalles de adrenalina en milésimas de segundo, de saberse en peligro. Mi lado izquierdo completo cayó deteniendo todo el impacto. Con el volante en mano, vi cómo la escuadra de mi transporte estaba atrás, mi brazo derecho ya contaba con las huellas de la guerra en circunstancia, por decisiones. La gente que iba en bici se detenía y me preguntaba si estaba bien. Al impacto, sabía que mi brazo izquierdo era el primer caído, no podía moverlo y el dolor era intenso. Me levanté y me quité el casco como pude. Entonces vi la bicicleta, que me había acompañado ya desde hace dos años, en el piso, rota, partida en dos, sabía que no iba a volver a utilizarla. Mi caballo había sido herido de muerte.

    Una bicicleta en sacrificio, un agradecimiento en volutas de fe.


    Foto Andrés Villela / 15 – Octubre – 2025

  • Uno binario, hueso,
    lenguaje inhóspito,
    invisible en el cosmos,
    nubes de fuego,
    cero, uno, cero.

    — -. –.-
    -.. -. –.-

    — -. –.-
    -.. -. –.-

    Soy en el aterrizaje,
    estallar,
    fragmentos de alas,
    ángeles de ayuda,
    ángeles enfermos,
    era
    nuestra
    brújula
    una
    bandera
    sin
    norte.

    Uno, cero,
    soy uno con mi húmero.