• Hueso anclado,
    nocturno,
    en espera del polvo estelar,
    un respiro,
    descansa en una articulación apátrida,
    navío sin velas,
    cómplice,
    y se asoman preludios,
    un camino de partituras
    que
    I
    L
    U
    M
    I
    N
    A
    el celeste,
    cuerdas universales,
    cuánticas,
    mapas ancestrales.

    Un radar, un sonido que unifica.
    Preludio estelar.

  • Marte,
    vital,
    próximo guardián,
    crepúsculo frío,
    de cúpulas celestes ocres, rosas,
    tormentas de polvo, de consciencia rasposa,
    mi hueso telescopio te divisa,
    reposa


    INERTE
    PACIENTE

    Inhalo en tu lejanía,
    ¿extensión de nuestro linaje?
    un futuro ¿hogar?

    [Me coloco]

    He sido nómada,
    he caminado en los límites,
    he visitado las casas de mis temores,
    reconozco el resguardo del goce,
    es mi patria, mi consciencia.

    [Raíz, médula ósea]

    Estas palabras son mi cuásar.

  • Una vez en el área de recepción me dieron a firmar unos papeles para mi ingreso a la zona de urgencias y después subir a piso. Esto último significa en preparación preoperatoria y con cama asignada. Debí quitarme toda la ropa y colocarme una bata, me di cuenta de que al hacerlo solo con la mano derecha estaba más limitado para realizar pequeñas acciones. Mi brazo izquierdo estaba inhabilitado por el dolor y por la falta de movilidad, entonces hacía consciente mi grado de discapacidad. Observé que a partir de ese día necesitaría ayuda para múltiples pequeñas acciones que realizamos a diario. Adaptación y trabajo de ego en todo momento, tuve que suspirar.

    Todo iba demasiado rápido, así lo querían los doctores, el hospital; y yo, en medio del vórtice, me sumergía en un aprendizaje en carne viva. Todo era una novedad fuerte, estimulante y muy real, fuera de toda burbuja del privilegio.

    Isaura me acompañó en todo momento, realizó todos los trámites en la jefatura, habló del pase de acceso, las reglas, los horarios, etcétera. Y después, junto con un camillero asignado, me encaminé en una silla de ruedas, primero al sitio en el que colocan los yesos, donde al observar mis rayos X en la “nube” me colocaron unas vendas, tipo cabestrillo, en el brazo para sujetar el hombro. El lugar me pareció una carpintería dada la cantidad de moldes y yesos retirados que estaban colocados en anaqueles y que dejaban en el piso grandes cantidades de polvo blanco. El doctor que atendía era un joven con tipo de titiritero de los huesos rotos, lentes de pasta dura, y usaba una bata particular en la que se alcanzaba a ver un parche de los Simpson’s a la altura del brazo.  

    Llegué al área de urgencias. Al entrar, logré percibir que había decenas de personas, todas en tensión, algunas con rostros desencajados, otras en extremo calamitoso apoyadas con suero y, en medio, miradas al piso que buscaban respuestas. Me asignaron una silla en la esquina de atrás, del lado derecho de la sala, ahí me acomodé con ayuda de Isa, quien se despidió llevándose mi ropa, mi celular y todos los papeles. Conmigo solo podía tener una botella de agua, un rollo de papel de baño y unas sábanas del hospital para la silla y sopesar el frío.

    La silla era metálica, tipo aluminio, sin uniones, redonda a la espalda baja, con brazos cortos, la cual formaba parte de una línea de cuatro sillas unidas. Coloqué mis cosas en el espacio contiguo, y un papel atrás de mí, sobre la pared, daba cuenta de mi número asignado, nombre y caso.

    Al sentarme y ver alrededor, supe que estaba instalándome, coherente, con mis ideas a favor de la salud pública y los programas sociales. Nunca pensé en pagar un seguro de gastos médicos mayores, es más, antes del accidente me costaba pagar el seguro social. En ese momento, me supe con ese beneficio público y agradecí a todos los que me insistieron en pagarlo mes a mes. Todo el proceso en su costo real podría haber sido impagable en cualquier circunstancia.     

    Ante la situación empecé con un severo análisis, hábito que logra sacarme del ahogo de los pensamientos intrusivos. Ubiqué que el espacio donde me encontraba estaba dividido en dos, mujeres por un lado y hombres por otro. Dependiendo del paciente y su fractura, éramos asignados a camilla o silla. Los primeros eran prioridad para operación y piso, los segundos dependíamos de múltiples factores, por lo cual podíamos pasar días sin movimiento, sin decisiones, en espera del azar o a que el enfermero y el doctor pudieran tener consideraciones en la gestión de quirófanos y camas en piso. Cada sonido de ambulancia o un pitido de alarma en el interior del área eran la pauta para saber que se alargaba el aplazamiento de oportunidades para los que estábamos a la expectativa.

    La estrechez del ánimo y la incomodidad entre las lesiones de todo tipo determinaban el espacio. Las luces compactaban el tiempo e iluminaban al centro, donde estaba la mesa de los enfermeros, algunas pláticas entre convalecientes para saber el cómo, el cuándo y el dónde del percance. A la par, a todos los ingresados los enfermeros nos preguntaban: ¿hipertensión, diabetes?  Elementos que determinan la dieta, las medicinas y mediciones de signos vitales para los pacientes. Cuando me preguntaron, dije: ansiedad. Insistieron si es que tenía algún diagnóstico clínico para este trastorno, y dije que no, que hacía caminata, bicicleta, pero que no tomaba medicina al respecto y ningún especialista me había dado un diagnóstico oficial.         

    Contrariados, seguían con el cuestionario: ¿ninguna medicina del día a día? Pues no, meditar tampoco es que les dé certeza. Me sentí en privilegio y algo culpable con el adjetivo que quieran instalar al leer este párrafo: hippie, hípster, ciclista. Aunque debo reconocer que el accidente en bicicleta me colocó en ese lugar, en ese momento, para cotejar mi vida privilegiada con decenas de situaciones crudas, adversas y con mucho dolor de por medio.

    Me dieron medicinas para el daño en el brazo y las molestias, otras también para tranquilizarme, y fue que vi que éramos los pocos con situaciones de brazo y hombros. Muchos motociclistas, accidentes de automóviles, de casa, tenían fracturas de piernas, rodillas, por lo que, a diferencia de ellos, podía caminar sin apoyo para ir al baño. Mi cabello largo, la pequeña bata y mi andar en medio de las camillas y sillas, me daba cierta presencia, algo de libertad y miradas entre lamentos, entre los soldados caídos. No sabían que mi pesar aparte del golpe tenía que ver con el manejo de mis procesos mentales: ¿cómo lidiar con la ansiedad sin las acciones que me determinan? Aparte, mis colaboraciones y proyectos se tendrían que detener por algún tiempo ¿Cuánto? En ese momento estaba preso con mis pensamientos, con los fantasmas que he venido trabajando desde hace años. Un purgatorio mental en tiempo real, sin pretextos, sin placebos.


    Urgencias en el Hospital Regional No. 2 / Foto: Andrés Villela