• Terminando de leer este libro pude atar muchos cabos de la vida y genialidad de este genio argentino.

  • Al paso de los días, dentro de todos los detalles que pudiese reencontrar, he recordado lo pequeñas que eran las batas del hospital, sus pliegues buscan adaptarse a toda clase de cuerpos, heridas, comúnmente vienen con mangas cortas y una abertura atrás para acomodar los brazos, empujándolos hacia al frente. Al colocármela pensaba en el sinnúmero de historias que podrían contar, de vida, de muerte, aspectos que van marcando las comisuras otorgándoles carácter y personalidad.

    Desde el primer día constaté que su tamaño podría ayudar a alimentar mi falta de pudor dentro de esa prisión pasajera, médica, necesaria. El exhibicionismo pasajero me parecía un estado lúdico para saborear lo que me quedaba de libre albedrío ante el dolor y la escasez de concesiones. El que no me importara si se veían o no mis partes “nobles” era una pequeña victoria.

    Mis batas al vuelo resultaban ser un placebo diferente: un uniforme azul cielo, sin amarres, cubriendo lo necesario de la ingle, algo incómodo para los demás, algo que ya he pasado en ocasiones anteriores, por lo cual no me molestó en mi consciencia culposa, pudiera ser que hasta a veces lo disfrutaba. Esto marcaba un tipo de narrativa personal para darme a conocer sin palabras, sin juicios, sin dictámenes. Aunado, me coloqué como el único tipo con cabello largo en la zona, un error en la Matrix que deambulaba sin recato de ser permanente en la escena, un personaje secundario que acrecentaba el drama y lo acentuaba.          

    Debo insistir en este relato en que lo primero que pude constatar en mi estadía en Urgencias era saberme sin privilegios. Los pocos que he construido en esta etapa de mi vida a partir de una carencia cómoda, donde el no tener responsabilidades de sistema o exitosas me da la oportunidad de disfrutar lo que se me presente, sea una caminata, una rodada en bicicleta, un café, una plática, siempre he de priorizar mi libertad por ínfima que sea. En mi sorpresiva internación en el hospital perdí esos pequeños privilegios, me quedé con una pequeña bata, tres comidas al día, gratuidad en medicinas e internación y la posibilidad de ir al baño. Todo esto instalado en mi silla metálica con el papel de baño, sin olvidar que no estaba permitido el uso del celular; entonces, como verán, todo era un abuso pernicioso del destino.

    El paso del tiempo inclemente lo podía escalonar con los diferentes chequeos médicos. A las 6 a. m. primero la presión, después la temperatura; en medio, las medicinas eran meticulosamente entregadas pieza por pieza, para terminar con la comida. En la mañana, antes del mediodía, teníamos la posibilidad de acicalarnos, y ahí se daba el intercambio de las batas limpias. Nos vestíamos detrás de una cortina o columna. Mi cabestrillo siempre fue un factor diferencial para tales menesteres, lo veía como una armadura que dictaminaba y cuidaba de mi estado de ánimo, un elemento necesario, ¿vital?

    Justo en ese momento tenía la oportunidad de esconder algunas toallas húmedas que después utilizaba en cada subida de calor. Ante la decena de convalecencias en la sala era fácil acalorase rápidamente. Además, por la medicina, en momentos mi cuerpo sufría grandes oleadas de calor que yo visualizaba como ríos de lava, hecatombes. Así que con las toallas húmedas lograba aminorar la dimensión perpetua de mi pequeño infierno personal.

    Comida a la 1 p. m., pero un poco antes la inspección de los médicos de guardia y residentes, yendo con cada paciente e ir tomando decisiones dado el caso, como dar de alta y reprogramar operaciones para otra semana, o dictaminar cirugías para ese día, los pocos eran para subir a piso. Debido a la gestión de las camas, era complicado ir organizándolo del día a día. En ocasiones, sentía que pudieran calificarnos, dividirnos en carpetas, archivos.    

    Los pequeños espacios entre las actividades se iban entre pláticas con los demás accidentados, las risas y las desgracias pasaban como fotografías que se imprimían poco a poco. Los nuevos ingresos nos procuraban novedad y, claro, cada caso tenía sus particularidades . Entre la normalidad y la sorpresa podíamos ir de historia en historia, formando catálogos diarios de relevancias y ostracismos. Todo esto se podría romper con mi bata, sí, un elemento poco diplomático que procura las diferencias, las divisiones dentro de un marco donde todos parecíamos estar en igualdad de condiciones, pero con mi bata lasciva les hacía ver que no era así. Colocarse en las conversaciones siempre venía en el ensamble de voces, de puntos en común, pero mi bata siempre marcaba un límite pertinente. Respiraba.

    A las 6 p. m. llegaba la cena. En medio de las luces blancas, brillantes, me hartaba. La bata ya me pesaba, por lo que antes procuraba salir a dar una vuelta a los pasillos y ver algo de lo que sobraba de la tarde, un rayo del sol para aminorar la impaciencia, tenue, íntimo, a veces melancólico, en despedida. Entonces venía el chequeo médico general, y mi bata se reacomodaba entre sudores, espabilando la pesadez espiritual que se delimitaba con la mancha de comida a la altura del pecho, y así lograba quitarme la rebaba del día, recordando mi imprudencia, mi falta de pudor y sonreía acariciando mi vestimenta rugosa, sin almidón, libertina.


    A la espera con bata. Hospital Regional No. 2 / Foto: Andrés Villela

  • Hueso que dictamina,
    respira,
    calibra,
    somos satélites alrededor de él,
    nos determina en su esperanza,
    elegido
    por
    D
    I
    O
    S
    te obedecemos
    los fieles apátridas
    Hueso rey, condena, haz justicia.