Al seguir por Tlalpan para llegar a Las Bombas, fuimos camuflajeados por autos en infinito y ríos interminables de luces rojas, blancas, cruzándose intermitentes, iluminando una noche extraña que estaba por comenzar. Las mareas de automotores iban muy pausadas, mi dolor permeaba en la cabina y el camino se iba de platicar de accidentes compartidos con el conductor del taxi.
A las 8 p. m. estábamos por arribar al hospital por la avenida Miramontes, al dar la vuelta a la izquierda por Las Bombas, sentí algo de alivio por haber llegado, pero el taxista se había emocionado, pues el camino se estaba despejando, por lo que no alcanzó a ver un tope, entonces, como pudo, se detuvo intempestivamente. Mi pie izquierdo sobre el piso apenas contuvo el golpe, seguíamos con las burlas del desatino. Apenas suspiré y le comenté de cuidar su desborde emocional, ya que sin pensarlo me hubiera procurado más daño, se disculpó y nos dejó, apenado, en la puerta de Urgencias.
Entramos por la puerta 3, yo seguía “entusiasmado” por mi yeso o por un reacomodo del brazo; sea lo que fuese, pensaba en llegar a casa a más tardar en la madrugada. En la puerta el policía nos decía que, la última puerta, al fondo, era para recibirnos con el pase. Ahí me preguntaron por el accidente, vieron que llegaba asignado por la U. M. F. 10. Me tomaron los signos vitales y me pidieron sacar otra placa de rayos x en ese momento. La gente en la sala de espera estaba a la expectativa de su caso, aunque el espacio es grande, había algunos lugares vacíos, eran los pocos. Esperaban en algún momento que alguien gritara su nombre, para determinarse más allá del azar, del infortunio.
Me tomaron las placas y nos pidieron que esperáramos a que me nombraran. Salimos al patio para comprar algo de comer. Después, encontramos unos lugares, nos sentamos e Isaura empezó a platicar con los vecinos, yo no tengo esa habilidad, soy serio ante el infortunio. Mi celular estaba con poca batería, había sobrevivido al impacto, pero estaba parco, sin noticias, mientras que mi reloj ya había sido sacrificado, se lo había dado a Juan el portero del edificio para que lo tirase a la basura, la pantalla había estallado con todo y mis pasos diarios. Comenzaba a extrañarlo, sí, habíamos hecho un buen equipo.
A los pocos minutos escuché mi nombre, grité impaciente: ¡Acá! Nos acercamos y el doctor me pidió que me sentará en una de las camillas que tienen en fila para los diferentes casos. Me explicó lo que me iba hacer: “te vas a acostar y yo voy a mover tu brazo de tal manera que te va a doler fuerte, la idea es que con los movimientos podamos acomodártelo. Suéltate”. Medito, hago respiraciones, camino, ando bici y es tiempo que no he podido soltarme.
Sabía que no iba a ir bien, se acercó otro doctor y entre los dos hicieron palanca.
Silencio. El quiebre.
El dolor fue atroz, algo que nunca imaginé, mis huesos no habían sentido tal daño en todo su peregrinar. Con la sacudida sentí un golpe incisivo, sin límites, con hondura, muy profundo. Fue que supe que adentro del hueso existe un eco que se vacía al infinito procurando gritos únicos e irrepetibles. Un castigo fugaz, pero contundente, dimensional, calibrando todo ese instante en un grito sin sentido.
El doctor sabía que algo no estaba bien, aunque ya podía mover el codo y la mano, me pidió que hicieran otros rayos x.
El diagnóstico había cambiado: fractura del húmero y dislocación del brazo izquierdo. Me tenían que ingresar en ese momento para operar.
Solicitaron más rayos X, ahora para la mano y todo el brazo, el tipo de las radiografías, al ver mi caso, al final de las tomas, me pidió que me acercará, mi placa estaba en el monitor, algo sarcástico, burlón, aligerando el trance, me dijo: así está el brazo ahora, acá está el golpe y tu brazo está completamente caído. De menos son tres meses de recuperación.
Al ver la imagen no podía dejar de sorprenderme, estaba ante mi brazo desprendido del hombro, separado, era ver mi hueso al vacío y en medio de la ingesta de saliva, empecé a tener imágenes de poesía en mi cabeza. Con un astronauta, el espacio, radares, un hueso en medio del espacio, Kubrick. Ideas y palabras colmaron mi cabeza. Fue impresionante ese cuadro y, sin pensarlo, logré inspirarme de alguna manera ¿Locura para sobrevivir? ¿Espasmo creativo?
Me quité toda la ropa y pude colocarme una bata, firmé los papeles del ingreso, y, en medio, en mi celular aparecía en mi reproductor la portada de la canción “Magia” de Gustavo Cerati. No es propiamente mi favorita o alguna que reproduzco en mi cotidiano, me extrañé un poco ante la casualidad, pero…
Tal vez parece que me pierdo en el camino
Pero me guía la intuición
Nada me importa más que hacer el recorrido
Más que saber a dónde voy.

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