En estos días caóticos me acordé otra vez de Juan, y justamente me falta un texto para terminar esa final caja negra de despedida para él.
Me regreso a la última conversación.
Estábamos en el cuarto de hospital, era casi de noche, una noche algo sombría. Teníamos una gran ventana del lado izquierdo y podíamos ver que estaba nublado; la tarde noche, algo alicaída, pertinaz, y Juan se encontraba muy mal. No podía hablar bien y tosía con mucho dolor y con poca fuerza, se estaba apagando. En ese instante él se sentía derrotado por no haber logrado salir adelante de la enfermedad. Era un momento complicado, pero siempre tuvo fe, y creo que eso le ayudó mucho para mantenerse por un tiempo aquí con nosotros y hablar, perdonarse. Yo tenía que hablar con él, decirle que estaba muy orgulloso, que para esta batalla le habían dado una espada de madera, chiquita, de juguete. Y que él ahí había enfrentado a todos sus demonios en una batalla única, feroz, en la que seguía ahí aunque caído, roto; sí, herido de muerte. Hablé siempre en un tono conservador, más bien nostálgico. Él sonrío un poco triste también, agradecido por las palabras, con la conciencia de que era la última conversación, porque, sí, le hice ver que yo estaba muy orgulloso de todo lo que había pasado para llegar a ese punto a pesar de que no habrá sido el mejor final.
Era que intuíamos que ya no nos volveríamos a ver y nos costó mucho trabajo decirnos adiós. Era como si supiéramos ambos de la fatalidad que lo rodeaba, más grande que nosotros.
Un final de caja negra para Juan, un poder decirle adiós para mí.

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