En una sociedad líquida me gustaría atrapar el tiempo, a pesar de ser, en esencia, un acto agónico.
En ciertas estaciones de mi vida familiar, ubico que nuestro vínculo tenía que ver con cierta perversión sintomática hacia el enojo. Al momento de compartir la mesa, el común eran discusiones, gritos, golpes de mesa y ciertas reclamaciones. Juan siempre tuvo la voz fuerte, contundente, y terminaba por explotar. Aun así, ahora, a lo lejos, lo considero nuestro punto de equilibrio. Recuerdo que dos días antes de su ingreso a terapia intensiva por su colapso linfático, le gritó estrepitosamente a mis padres. Le reclamé, y él me volteó a ver sin decir nada congelando el tiempo, entonces supe que el enojo en su máxima expresión podía verse así: ojos estirados, estrechos, y una mirada que cortaba nuestro espacio; la boca afilada, con una sonrisa cínica, capaz de hacerme ver que el diablo nos observaba y, claro, estaba riéndose de nosotros.
En su estadía en el hospital la gente que lo visitaba hablaba de él como un tipo brillante, amoroso, que los llenaba de consejos, confianza. Y fue ahí que me di cuenta de que yo conocía mucho ese lado, me parecía que estaban hablando de otra persona. Yo nunca peleé con él, sí, tuvimos desacuerdos, a veces, iracundo, no podía argumentarle, pero sabía que para él no era fácil: su orientación sexual desde pequeño le había generado muchos conflictos.
La sala de espera y de urgencias en el Instituto Nacional de Cancerología (Incan) estaban en un ala, el espacio era un tipo extensión de la planta baja y de la entrada principal que servía de arribo para la mayoría de los pacientes. Un punto de encuentro calamitoso, donde algunos al ingreso hablaban fuerte por teléfono, otros tantos lloraban y se abrazaban entre ellos, familias, amigos, haciéndose presentes ante la muerte que rodeaba el ambiente. Las miradas se perdían disparando emociones y los gritos eran una constante. Ahí, esperaba indicaciones para cualquier tipo de requerimiento y recibía a los visitantes.
Los policías asignados a la puerta principal vigilaban acechando los ingresos de las visitas como parte de un ritual oficioso, burocrático. El ingreso a las instalaciones dependía de una cartilla expedida por el hospital con la fotografía del enfermo, nombre, cuarto; su primer número dependía del piso que le tocaba, en nuestro caso, esa cifra solo cambió en terapia intensiva. Nuestros ingresos eran relativamente rápidos, mi hermano estaba en un protocolo para casos como el de él. El cáncer y el VIH en combinación son un cóctel molotov que requería investigación y atención, sin duda. Esto nos permitía que la gestión de las entradas y las altas fuera con sello prioritario la mayoría de las veces. La Dra. Patricia Volkow era la encargada de esta y otras actividades dentro del Instituto, siempre apoyó a Juan lo más que pudo. Ahí pude ver cómo se jerarquizaba la administración de la salud pública, donde los cuartos y las quimios eran un bien preciado por todos, pero la falta de personal, suministros y la escalada de casos siempre generaba una gestión insuficiente, complicada.
La espera era un común en todas las áreas del Instituto, en la mayoría de los pacientes parecía interminable. El escuchar un número, un nombre, podría llevarlos a la excitación, a la frustración, buscaban algún indicio de que la suerte los arropará para conseguir el futuro próximo, aunque tuviera que ver con una punción lumbar, con la extracción de agua en los pulmones, con una quimioterapia. Ante la falta de esperanza, el siguiente paso siempre era un respiro en medio del martirio cotidiano.
Los cuartos asignados siempre fueron diferentes, lo que no cambiaba era Juan en cama mirando la ventana con miedo y a veces con resignación. El enojo como vínculo entre nosotros se había acabado, ambos estuvimos vulnerables ante el reflejo de ese presente inquisidor. Recuerdo cómo la orientación de las habitaciones de ese piso eran hacia al sur, los pasillos que los unían eran largos, con paredes blanquecinas sin nombres, sin pasado, los cuales se dividían por secciones sin un orden en particular, algunos atardeceres ante el límite nos abrazaban siendo una compañía intangible, pero confortable. Mientras le sobaba los pies y las piernas ante su desorden linfático, recordábamos que nuestras pláticas más agradables sucedían cuando él me cortaba el cabello, siempre fue un tipo talentoso, todo lo que se proponía lo conseguía realizar a tope, la técnica podría salir sobrando ante su creatividad explosiva. Bailarín, coreógrafo, stylist, él volaba entre la vanguardia sin amarres. Ahí, atado, su mente hasta al final siguió como fuego incandescente.
Alguna vez, para entretenerse, le recomendé que viera la serie BoJack Horseman, a sabiendas de que teníamos gustos diferentes pude ubicar que el humor negro de este proyecto podría ser de su agrado. Al verlo días después, se me quedó viendo y se rio de mí o conmigo, y supe que había entendido mi vínculo con la serie y al saludarme dijo: ¡Hola, BoJack! y ambos nos reímos a carcajadas, le dije: ¿Cómo estás, Gaga? Me di cuenta de que el humor negro era un vínculo que compartíamos y ser familia podría ser una costumbre menos tóxica, entonces comenzamos un trabajo de reconciliación a pesar de nuestros momentos precarios. Sí, el Incan fue nuestro testigo.
Este hospital ubicado al sur de la ciudad tiene su propia aura, su conversación… recuerdo que alguna vez tuve que pasar por el piso dos, me había equivocado al salir del elevador y caminé por pasillos vacíos que pensaba se repetían de manera infinita. Intenté por media hora encontrar alguna salida en el laberinto de mi circunstancia y sólo pude ver algunos enfermeros e instalaciones vacías. La luz del sol me acompañaba en el ansia y me senté en un pasillo, donde percibí e imaginé que en ese piso la muerte era un tipo de páramo, donde los muertos recientes nos veían a través de las paredes traslúcidas de colores que van del verde hospital al naranja cálido. Me pregunté con tristeza si algunos fantasmas seguirían buscando a sus familiares después de días, años y, en algunos casos, quise creer que podrían haber olvidado que estaban en otro plano para evitar el dolor de ser alma en pena.
Toda esa tarde me quedé pensando que la enfermedad crónica no da tregua, un estado de ánimo sin propósitos, era, es cansado y entonces me recargué aturdido en la pared de la sala de espera, después al ver que alguien tomaba sus cosas y salía despidiéndose sin melancolías, supe que terminaba el capítulo. Empecé a dormitar, y entonces reconocí cómo la cercanía con la muerte se establece en templanza, los goces y las tentaciones no pueden entrar en los detalles diarios. No estaba permitido.

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