El zapato y el ciervo

En Londres anochece antes de las cinco de la tarde, aún no me acostumbro, y como respuesta ideática he de acumular todo el humor británico posible. Me instalo en la añoranza, busco ciervos celtas en el imaginario, pero acabaron por ser un estampado en el cojín de esta tienda vintage. Sí, que fastidio. Flaqueo por caminar durante horas, obtuve como recompensa un ojo en el zapato, que, por ser zapato, debe tenerlo para avanzar sin ceguera hacia el presagio.

En frente, el sector mercantil de Portobello, barrio histórico nivelado con aceras y casas paralelas, verticalmente estiladas, con detalles victorianos en las cornisas y con una obsesión, las construcciones están en armonía cromática como si así lo hubieran pretendido. Brota dentro de mí una ansiedad apenas, incipiente, con pena.

Me repito en el vidrio del aparador, quieto, sin querer comprar en este puesto de antigüedades. Sí, es una idea ínfima, tarda, y al menos obtengo un reflejo transparente, con un trasiego de miradas únicas, irrepetibles en todos los caminantes, entonces me siento en la acera y se presenta la costumbre, donde el frío de Londres nunca es un milagro.

Una certeza personal se pasea en el mercado que comienza en la esquina próxima, tengo frío, envidia de los abrigos diversos, anticonceptivos para matizar la muchedumbre, y claro, la elegancia de ellas con sus bufandas, saboreando los tacones altivos que resaltan sus piernas largas, escondidas, pero nunca inmaculadas para la imaginación. Sí, caminan radiantes. Un tocadiscos de treinta y tres revoluciones me he robado una fuga mental: la recopilación del Funky Organ Studio, le escucho desde hace diez minutos sin chistar.

Me sosiego, el ojo del zapato muere por resarcirse en esta cafetería portuguesa, me siento y pido un café corto. Un recuerdo se yuxtapone en el presente, me río, me hacía falta una idea anárquica, sí, poco londinense, un significado atravesado de lo que he dejado atrás, cuando tenía 18 años.

Ella aparecía nítida a sus 38, me miraba buscando una réplica para llenar su vida de entre las sábanas. Me acuerdo del olor a cenizas sobre el piso y la arena, hedores casi naranjas de entre la ventila que daba a la calle, estábamos en una playa inquieta y ella me apretaba, de la espalda hasta la ingle y miraba destazando lo que nos sobraba de la pared.

Una cabaña con ventiladores sucios, occisos, y ella miraba para alcanzar al infinito próximo en cada jadeo, era sin duda, una forma transgresora de querer obviar el cielo. La fortuna de unos senos con equilibrio, rosados, balanzas de justicia. Las piernas mojadas, apretando y delimitando el espacio con un suspiro, dos, rasgando lo que quedaba de la acera y un azul intermitente, imbatible.

Una araña nos miraba en la pared, escuchaba autista nuestras pulsiones a un ritmo unísono, mientras tanto, ella cerraba la boca buscando una palabra decente, casi cordial para no gritar, mientras que la playa tiritaba con el sonido de la luz apenas, moscos por doquier y en la radio escuchábamos al trío yucateco Los Montejo con la canción Para Olvidarte a Ti, y sí, ella reía con pudor, no pretendía un futuro ideal.  — Un día te he de buscar en la memoria, y he de sonreír viviendo por ello. Por cierto, he tenido que matar a la araña — y ahora, se parte el recuerdo en dos, sabía que no volvería a verla.

Ahora, sin querer, en un parpadeo, al necesitar de un repaso ubico su sentencia al despedirnos: —algún día estarás en Londres y me recordarás al estar una cafetería portuguesa, al frente, mirarás a un ciervo, y escribirás este momento sobre mí, sabiendo que toda historia será más grande que tú y yo, y en ese momento, como recuerdo cobraré vida —.

Sí, es una burla, terminé por comprar el cojín con un ciervo estampado de la tienda vintage. Necesito otros zapatos.

Mind your gap.


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