Estaremos en un picnic tipo inglés, té con leche y galletas, como te gusta, pero seré el conejo blanco y no habrá relojes para escapar, reirás al final.
— No Javier, todo podría ser más simple, pero siempre lo complicas —. Sí, lo sé, simple como tu sueño recurrente, donde estábamos sentados con un mantel de diseño algo vintage, mientras comías una “empire biscuit” y te burlabas de mi disfraz de conejo.
Nuestra realidad era diferente, estábamos sentados en una mesa sobre la banqueta en un bar gentrificado de la Doctores, luces neón, con algunos posters de las funciones de lucha libre de la Arena México, fumabas un cigarro, lo hacías sin ensuciar tu cabello a pesar del viento de marzo, y no querías ser displicente, entrabas sutil en el enojo, esquivando mi abrazo y después, callada. Tu mirada como consecuencia de un cálculo frío, una estrategia para dinamitar mi paciencia, pero al final, mi personaje de estatua de sal funcionaba en la pausa. Una torta al pastor sopesaba mi pesar.
Aunque yo seguía decidiendo a partir de la asfixia, caminaba al borde de nuestra quiebre emocional. Sin saberlo en ese momento, ya estábamos viendo a alguien más y tu enojo diario era una uña escarbando sin miramientos mi herida en carne viva. No, no era nuestra única razón, pero era la más funcional para acabarnos. Los tacos Álvaro Obregón ya eran mi lugar seguro, la gente hablaba sin pretender en medio del nocturno, las televisiones colgadas de las paredes con videoclips enmudecidos, una orden de costilla, la salsa verde y una cerveza fría a las 12 de la noche siempre me funcionaban para pensar y saber que el malestar no podría ser eterno.
Al despertarnos, ni una palabra, ni una sutura. Las sabanas rompían el silencio con el roce de mis pies, y veía la pared por minutos, al voltear solo atinaba a escuchar tus pasos al salir del cuarto sin despedirte, ya en el baño, al lavarme la cara, construía la satisfacción de romper olas en medio del espejo y sacudirme del frío personal. En el almuerzo, mi orgullo estaba dilatado, anulamos un beso inconforme, de esos que pasan de largo en la cocina, nos veíamos y solo bajábamos la cabeza. Después, en la noche, la seducción se había ido de vacaciones infinitas.
Decidimos entonces salir a cenar en la noche, ser más simples, pero a la hora del tiramisú había un punto de quiebre y nos desquiciábamos en una turba de enconos, olvidábamos nuestro origen hace más de una década y un reclamo se convertía en un pretexto para irte del lugar, bella, apasionada.
No regresaste.
Te imaginé, detenías el auto, era una noche fresca, las gotas de lluvia te acompañaban juzgando y entre las luces de la avenida querías atrapar otro final, éste te debería calmar, pero los automóviles te distraían, no podías concentrarte. Encendías la radio, “Torre de Marfil” de Cerati. Furiosa gritabas esperando a que el pasado se fuera, pero lo veías de frente, odiaste los buenos momentos, y así llegabas a la antesala, el olvido te estaba esperando. Ahí, querrías eliminarme de tu lista de contactos y verías que tu esfuerzo inmediato por ser feliz era en vano, después en medio del odio personal, querrías matarme en medio del picnic recurrente en tus sueños, y así, saberte en justicia, deseosa, mordaz.
A la distancia, te regalaré un momento de ficción, en ese picnic inglés como te gusta y me verás morir como un conejo sobre la hierba seca de octubre, y reirás en pequeño, limpiarás tu última lágrima y me verás patalear poco a poco hasta fallecer, podrás oler mi final en la tierra mojada, así, teñido de rojo ensuciando mi traje blanquecino, sintiendo la tierra con mis últimos respiros; partirás en medio del cielo amarillo y en tu jubilo me darás la espalda sin chistar.
Lo mejor, dejaré el disfraz de conejo blanco en nuestro país de las maravillas.
Relato escrito en 2019
Ilustración White Rabbit de Animal Crew
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